domingo, 29 de abril de 2012

ANIVERSARIO ESPAÑOL, de Octavio Paz.





Adjunto el texto que redactó Octavio Paz con motivo del decimoquinto aniversario del comienzo de la revolución española de 1936, aquella que plantó cara al golpe militar del 18 de julio. Aquella que plantó cara en tiempo real al fascismo en Europa. Octavio Paz quedó marcado por los hechos que vivió en su estancia en España. Este escrito es una  de las mayores expresiones de amor por nuestro país de paises, nuestro pueblo sufriente y valiente. Es una oportunidad por redescubrir nuestra historia, lo que fuimos capaces de hacer en tiempos mucho más terribles que los actuales. Su lectura llena de coraje y de esperanza. Espero que disfruten esta joya del gran maestro mexicano Octavio Paz. 




ANIVERSARIO ESPAÑOL

La fecha que hoy reúne a los amigos de los pueblos his­pánicos preside, como un astro fijo, la vida de mi gene­ración. Luz y sangre. Así, permitidme que recuerde lo que fue para mí, y para muchos hombres de mi edad, el 19 de julio de 1936. Nada más distinto de tener veinte años en 1951 que haberlos tenido en 1936. Yo era estu­diante y vivía en México. En aquella época todo nos pa­recía claro y neto. No era difícil escoger. Bastaba con abrir los ojos: de un lado, el viejo mundo de la violencia y la mentira con sus símbolos: el Casco, la Cruz, el Para­guas; del otro, un rostro de hombre, alucinante a fuerza de esculpida verdad, un pecho desnudo y sin insignias. Un rostro, miles de rostros y pechos y puños. El 19 de julio de 1936 el pueblo español apareció en la historia como una milagrosa explosión de salud. La imagen no podía ser más pura: el pueblo en armas y todavía sin uniforme. Algo tan increíble e inaudito y, al mismo tiem­po, tan evidente como la súbita irrupción de la prima­vera en un desierto. Corno la marcha triunfal del incen­dio. El pueblo —vulnerable y mortal, pero seguro de sí y de la vida—. La muerte había sido vencida. Se podía morir porque morir era dar vida. Cuerpo mortal: cuer­po inmortal. Durante unos meses vertiginosos las pala­bras, gangrenadas desde hacía siglos, volvieron a brillar, intactas, duras, sin dobleces. Los viejos vocablos —bien y mal, justo e injusto, traición y lealtad— habían arroja­do al fin sus disfraces históricos. Sabíamos cuál era el significado de cada uno. Tanta era nuestra certidumbre que casi podíamos palpar el contenido, hoy inasible, de palabras como libertad y pueblo, esperanza y revolución. El 19 de julio de 1936 los obreros y campesinos españo­les devolvieron al mundo el sabor solar de la palabra fraternidad. Desde México veíamos arder la inmensa hoguera. Y las llamas nos parecían un signo: el hombre tomaba posesión de su herencia. El hombre empezaba a reconquistar al hombre.
   
El rasgo original del 19 de julio reside en la espon­taneidad fulminante con que se produjo la respuesta popular. La sublevación militar había dislocado toda la estructura del Estado español. Despojado de sus medios naturales de defensa —el ejército y la poli­cía— el gobierno se convirtió en un simple fantasma: el del orden jurídico frente a la rebelión de una reali­dad que la República se había obstinado en ignorar. El gobierno no tenía nada que oponer a sus enemigos. Y en este momento aparece un personaje que nadie había invitado: el pueblo. La violencia de su irrupción y la rapidez con que se apoderó de la escena no sólo sorprendieron a sus adversarios sino también a sus dirigentes. Las organizaciones populares, los sindica-io',, los partidos y rso que la jerga política llama el "aparato" fueron desbordados por la marea. En lugar de que otros, en su nombre y con su sangre, hicieran la historia, el pueblo español se puso a hacerla, direc­tamente, con sus manos y su instinto creador. Desapa­reció el coro: todos habían conquistado el rango de héroes. En unas cuantas horas volaron en añicos muchos esquemas intelectuales y mostraron su verda­dera faz todas esas teorías, más o menos maquiavélicas y jesuíticas, acerca "de la técnica del golpe de Estado" y la "ciencia de la Revolución". De nuevo la historia reveló que poseía más imaginación y recursos que las filosofías que pretenden encerrarla en sus prisiones dialécticas. Lo que ocurrió en España el 19 de julio de 1936 fue algo que después no se ha visto en Europa: el pueblo, sin jefes, representantes e intermediarios, asu­mió el poder. No es éste el momento de relatar cómo lo perdió, en doble batalla.
    
La espontaneidad de la acción revolucionaria, la naturalidad con que el pueblo asumió su papel director durante esas jornadas y la eficacia de su lucha, mues­tran las lagunas de esas ideologías que pretenden dirigir y conducir una revolución. Pero la insuficiencia no es el único peligro de esas construcciones. Ellas engendran escuelas. Los doctores y los intérpretes forman inme­diatamente una clerecía y una aristocracia, que asumen la dirección de la historia. Ahora bien, toda dirección tiende fatalmente a corromperse. Los "estados mayo­res" de la Revolución se transforman con facilidad en orgullosas, cerradas burocracias. Los actuales regíme­nes policiacos hunden sus raíces en la prehistoria de partidos que ayer fueron revolucionarios. Basta una simple vuelta de la historia para que el antiguo conspi­rador se convierta en policía, como lo enseña la expe­riencia soviética. La nueva casta de los jefes es tan funesta como la de los príncipes. Ellos prefiguran la nueva sociedad totalitaria, que espera en un recodo del tiempo el derrumbe final del mundo burgués. Contra esos peligros sólo hay un remedio: la intervención directa y diaria del pueblo. Informe y fragmentaria, la experiencia del 19 de julio nos enseña que esto no es imposible. El pueblo puede luchar y vencer a sus ene­migos sin necesidad de someterse a esas castas que, como una excrecencia, engendra todo organismo colec­tivo. El pueblo puede salvarse, eliminando en primer término a los salvadores de profesión.

No es ésta la única lección del combate de los pue­blos hispánicos. Quisiera destacar otro rasgo, precioso y original entre todos, capital para un hispanoamericano: la defensa de las culturas y nacionalidades hispánicas. La lucha por la autonomía de Cataluña y Vasconia po­see en nuestro tiempo un valor ejemplar y polémico. Contra lo que predican las modernas supersticiones políticas, la verdadera cultura se alimenta de la fatal y necesaria diversidad de pueblos y regiones. Suprimir esas diferencias es cegar la fuente misma de la cultura. Nada más estéril que el "orden" que postulan las ideo­logías; se trata de una visión parcial del hombre, de una camisa de fuerza que ahoga o degrada la libre esponta­neidad de las naciones. Frente a la abstracta "unidad" de los imperios, los pueblos españoles rescataron la noción de anfictionía. Ésta es la única solución fecunda al problema de las nacionalidades hispánicas, dentro del cuadro de una nueva sociedad. No fue otro el sueño de Bolívar en América. No fue otro el sueño griego. Las grandes épocas son épocas de diálogo. Grecia fue colo­quio. El Renacimiento coincide con el esplendor de las repúblicas. Cuando desaparecen las autonomías regio­nales y nacionales, la cultura se degrada. El arte impe­rial es siempre arte oficial. Ilustrado o bárbaro, burocrá­tico o financiero, todo imperio tiende a erigir como modelo universal una sola y exclusiva imagen del hom­bre. El jefe o la casta dominante aspira a repetirse en esa imagen. Una sola lengua, un solo señor, una sola ver­dad, una sola ley. La unidad es el primer paso en el camino de la repetición mecánica: una misma muerte para todos. Pero la vida es diversidad.

        Ante las propagandas que luchan por la "suprema­cía cultural" de estos o de aquellos, nosotros proclama­mos que cultura quiere decir espontaneidad creadora, diversidad nacional, libre invención. Afirmamos el ge­nio individual de cada pueblo y el valor irreemplazable de cada creador. No creemos en una lengua mundial sino en la universalidad de las lenguas vivas. No se pue­de cantar en esperanto. La poesía moderna nace al mis­mo tiempo que los idiomas modernos. No nos opone­mos a que la ciencia, la técnica y las otras formas de la cultura inventen su lenguaje. En realidad así ha ocurri­do. Hace muchos siglos que las matemáticas constitu­yen un lenguaje que entienden todos los especialistas. Y otro tanto sucede con la mayoría de las ciencias. Pero no son los sabios los que quieren borrar las lenguas nacionales, ni son ellos los que desean acabar con las culturas locales. Son los comerciantes y los políticos. Y los servidores de las nuevas abstracciones: los profesio­nales de la propaganda, los expertos en la llamada "educación de las masas". Sólo que no hay masas. Hay pueblos.


Afirmar que las diferencias nacionales o regionales deben desaparecer, en provecho de una idea universal del hombre o de las necesidades de la técnica moderna, es uno de los lugares comunes de nuestro tiempo. Mu­chos de los partidarios de esta idea ignoran que postu­lan una abstracción. Al imponer a pueblos y naciones un esquema unilateral del hombre, mutilan al hombre mismo. Porque no hay una sola idea del hombre. Uno de los rasgos específicos de la humanidad consiste, pre­cisamente, en la diversidad de imágenes del hombre que cada pueblo nos entrega. Sólo las sociedades ani­males son idénticas entre sí. Y en esa pluralidad de con­cepciones el hombre se reconoce. Gracias a ella es posible afirmar nuestra unidad. El hombre es los hombres.

La abstracción que los poderes modernos nos pro­ponen no es sino una nueva máscara de una vieja so­berbia. El primer gesto del hombre ante su semejante es reducirlo, suprimir las diferencias, abolir esa radical otredad. Pero el otro existe. No se resigna a ser espejo. Reconocer la existencia irreductible del otro es el principio de la cultura, del diálogo y del amor. Reducirlo a nuestra subjetividad es iniciar la árida, infinita dialéctica del esclavo y del señor. Porque el esclavo jamás se resigna a ser objeto. La realidad humillada acaba por hacer saltar esas prisiones. Aun en la esfera del pensa­miento puro se manifiesta esa tenaz resistencia de la realidad. Machado nos enseña que el principio de iden­tidad, sobre el cual se ha edificado nuestra cultura, se rompe los dientes frente a la otredad del ser. Acaso en esto radique la insuficiencia de nuestra cultura. Todo imperialismo filosófico o político se funda en esta fatal y empobrecedora soberbia. No en vano Nietzsche llamó a Parménides "araña que chupa la sangre del devenir". Y algo semejante ocurre en el mundo de la historia: los imperios chupan la sangre de los pueblos. La unidad que imponen oculta un horror vacío. No nos dejemos engañar por la grandeza de sus monumentos: la vida ha huido de esas inmensas piedras. Esos monumentos son tumbas.

Resulta escandaloso recordar estas verdades. Vivi­mos en la época de la "planificación" y del paternalismo estatal. En ciertas bocas y en ciertos sitios estas frases encubren apenas otros designios. En nombre de la abs­tracción se pretende reducir al hombre a la pasividad del objeto. Unos utilizan el mito de la historia, otros el de la libertad; pero nosotros nos rehusamos a ser mer­cancías tanto como a convertirnos en instrumentos o herramientas. Sabemos a dónde conducen esos pro­gramas: al campo de concentración. Toda concepción mecanicista y utilitaria —así se ampare en la llamada "edificación socialista"— tiende a degradar al hombre. Frente a esos poderes nosotros afirmamos la espontaneidad creadora y revolucionaria de los pueblos y el valor de cada cultura nacional. Y volvemos los ojos hacia el 19 de julio de 1936. Allí empezó algo que no morirá.

París, a 18 de julio de 1951.

["Aniversario español" se publicó en El ogro filantrópico, Barcelona (Seix Barral) y México, D.E Ooaquín Mortiz), 1979. (Obras com­pletas, vol. 9, pp. 433-437.)]