Adjunto el texto que redactó Octavio Paz con motivo del decimoquinto aniversario del comienzo de la revolución española de 1936, aquella que plantó cara al golpe militar del 18 de julio. Aquella que plantó cara en tiempo real al fascismo en Europa. Octavio Paz quedó marcado por los hechos que vivió en su estancia en España. Este escrito es una de las mayores expresiones de amor por nuestro país de paises, nuestro pueblo sufriente y valiente. Es una oportunidad por redescubrir nuestra historia, lo que fuimos capaces de hacer en tiempos mucho más terribles que los actuales. Su lectura llena de coraje y de esperanza. Espero que disfruten esta joya del gran maestro mexicano Octavio Paz.
ANIVERSARIO ESPAÑOL
La fecha que hoy reúne a los amigos
de los pueblos hispánicos preside, como un astro fijo, la vida de mi generación.
Luz y sangre. Así, permitidme que recuerde lo que fue para mí, y para muchos
hombres de mi edad, el 19 de julio de 1936. Nada más distinto de tener veinte
años en 1951 que haberlos tenido en 1936. Yo era estudiante y vivía en México.
En aquella época todo nos parecía claro y neto. No era difícil escoger.
Bastaba con abrir los ojos: de un lado, el viejo mundo de la violencia y la mentira
con sus símbolos: el Casco, la Cruz, el Paraguas; del otro, un rostro de
hombre, alucinante a fuerza de esculpida verdad, un pecho desnudo y sin
insignias. Un rostro, miles de rostros y pechos y puños. El 19 de julio de 1936
el pueblo español apareció en la historia como una milagrosa explosión de
salud. La imagen no podía ser más pura: el pueblo en armas y todavía sin
uniforme. Algo tan increíble e inaudito y, al mismo tiempo, tan evidente como
la súbita irrupción de la primavera en un desierto. Corno la marcha triunfal
del incendio. El pueblo —vulnerable y mortal, pero seguro de sí y de la vida—.
La muerte había sido vencida. Se podía morir porque morir era dar
vida. Cuerpo mortal: cuerpo inmortal. Durante unos meses vertiginosos las palabras,
gangrenadas desde hacía siglos,
volvieron a brillar, intactas, duras, sin dobleces. Los viejos vocablos —bien y
mal, justo e injusto, traición y lealtad— habían arrojado al fin sus disfraces
históricos. Sabíamos cuál era el significado de cada uno. Tanta era nuestra
certidumbre que casi podíamos palpar el contenido, hoy inasible, de palabras
como libertad y pueblo, esperanza y revolución. El 19 de
julio de 1936 los obreros y campesinos españoles devolvieron al mundo el sabor
solar de la palabra fraternidad. Desde México veíamos arder la inmensa
hoguera. Y las llamas nos parecían un signo: el hombre tomaba posesión de su
herencia. El hombre empezaba a reconquistar al hombre.
El rasgo original del 19 de julio reside en la espontaneidad
fulminante con que se produjo la respuesta popular. La sublevación militar había dislocado toda la estructura del
Estado español. Despojado de sus medios naturales de defensa —el ejército y la
policía— el gobierno se convirtió en un simple fantasma: el del orden jurídico
frente a la rebelión de una realidad que la República se había obstinado en
ignorar. El gobierno no tenía nada que oponer a sus enemigos. Y en este momento
aparece un personaje que nadie había invitado: el pueblo. La violencia de su
irrupción y la rapidez con que se apoderó de la escena no sólo sorprendieron a
sus adversarios sino también a sus dirigentes. Las organizaciones populares,
los sindica-io',, los partidos y rso que la jerga política llama el "aparato"
fueron desbordados por la marea. En lugar de que otros, en su nombre y con su
sangre, hicieran la historia, el pueblo español
se puso a hacerla, directamente, con sus manos y su instinto creador. Desapareció
el coro: todos habían conquistado el rango de héroes. En unas cuantas horas
volaron en añicos muchos esquemas intelectuales y mostraron su verdadera faz
todas esas teorías, más o menos maquiavélicas y jesuíticas, acerca "de la
técnica del golpe de Estado" y la "ciencia de la Revolución". De
nuevo la historia reveló que poseía más imaginación y recursos que las
filosofías que pretenden encerrarla en sus prisiones dialécticas. Lo que
ocurrió en España el 19 de julio de 1936 fue algo que después no se ha visto en
Europa: el pueblo, sin jefes, representantes e intermediarios, asumió el
poder. No es éste el momento de relatar cómo lo perdió, en doble batalla.
La espontaneidad de la acción
revolucionaria, la naturalidad con que el pueblo asumió su papel director
durante esas jornadas y la eficacia de su lucha, muestran las lagunas de esas
ideologías que pretenden dirigir y conducir una revolución. Pero la
insuficiencia no es el único peligro de esas construcciones. Ellas engendran
escuelas. Los doctores y los intérpretes forman inmediatamente una clerecía y
una aristocracia, que asumen la dirección de la historia. Ahora bien, toda
dirección tiende fatalmente a corromperse. Los "estados mayores" de
la Revolución se transforman con facilidad en orgullosas, cerradas burocracias.
Los actuales regímenes policiacos hunden sus raíces en la prehistoria de partidos que
ayer fueron revolucionarios. Basta una simple vuelta de la historia para que el
antiguo conspirador se convierta en policía,
como lo enseña la experiencia soviética. La nueva casta de los jefes es tan
funesta como la de los príncipes. Ellos prefiguran la nueva sociedad
totalitaria, que espera en un recodo del tiempo el derrumbe final del mundo
burgués. Contra esos peligros sólo hay un remedio: la intervención directa y
diaria del pueblo. Informe y fragmentaria, la experiencia del 19 de julio nos
enseña que esto no es imposible. El pueblo puede luchar y vencer a sus enemigos
sin necesidad de someterse a esas castas que, como una excrecencia, engendra
todo organismo colectivo. El pueblo puede salvarse, eliminando en primer
término a los salvadores de profesión.
No es ésta la única
lección del combate de los pueblos hispánicos. Quisiera destacar otro rasgo,
precioso y original entre todos, capital para un hispanoamericano: la defensa
de las culturas y nacionalidades hispánicas. La lucha por la autonomía de
Cataluña y Vasconia posee en nuestro tiempo un valor ejemplar y polémico.
Contra lo que predican las modernas supersticiones políticas, la verdadera
cultura se alimenta de la fatal y necesaria diversidad de pueblos y regiones.
Suprimir esas diferencias es cegar la fuente misma de la cultura. Nada más
estéril que el "orden" que postulan las ideologías; se trata de una
visión parcial del hombre, de una camisa de fuerza que ahoga o degrada la libre
espontaneidad de las naciones. Frente a la abstracta "unidad" de los
imperios, los pueblos españoles rescataron la noción de anfictionía. Ésta es la única solución fecunda
al problema de las nacionalidades hispánicas, dentro del cuadro de una nueva
sociedad. No fue otro el sueño de Bolívar en América. No fue otro el sueño
griego. Las grandes épocas son épocas de diálogo. Grecia fue coloquio. El
Renacimiento coincide con el esplendor de las repúblicas. Cuando desaparecen
las autonomías regionales y nacionales, la cultura se degrada. El arte imperial
es siempre arte oficial. Ilustrado o bárbaro, burocrático o financiero, todo
imperio tiende a erigir como modelo universal una sola y exclusiva imagen del
hombre. El jefe o la casta dominante aspira a repetirse en esa imagen. Una sola
lengua, un solo señor, una sola verdad, una sola ley. La unidad es el primer
paso en el camino de la repetición mecánica: una misma muerte para todos. Pero
la vida es diversidad.
Afirmar
que las diferencias nacionales o regionales deben desaparecer, en provecho de
una idea universal del hombre o de las necesidades de la técnica moderna, es uno de
los lugares comunes de nuestro tiempo. Muchos de los partidarios de esta idea
ignoran que postulan una abstracción. Al imponer a pueblos y naciones un
esquema unilateral del hombre, mutilan al hombre mismo. Porque no hay una sola
idea del hombre. Uno de los rasgos específicos de la humanidad consiste, precisamente,
en la diversidad de imágenes del hombre que cada pueblo nos entrega. Sólo las
sociedades animales son idénticas entre sí. Y en esa pluralidad de concepciones
el hombre se reconoce. Gracias a ella es posible afirmar nuestra unidad. El
hombre es los hombres.
La
abstracción que los poderes modernos
nos proponen no es sino una nueva máscara de una vieja soberbia. El primer
gesto del hombre ante su semejante es reducirlo, suprimir las diferencias,
abolir esa radical otredad. Pero el otro existe. No se resigna a
ser espejo. Reconocer la existencia irreductible del otro es el principio de la
cultura, del diálogo y del amor. Reducirlo a nuestra subjetividad es iniciar la
árida, infinita dialéctica del esclavo y del señor. Porque el esclavo
jamás se resigna a ser objeto. La realidad humillada acaba por hacer saltar
esas prisiones. Aun en la esfera del pensamiento puro se manifiesta esa tenaz
resistencia de la realidad. Machado nos enseña que el principio de identidad,
sobre el cual se ha edificado nuestra cultura, se rompe los dientes frente a la
otredad del ser. Acaso en esto radique la insuficiencia de nuestra
cultura. Todo imperialismo filosófico o político se funda en esta fatal y
empobrecedora soberbia. No en vano Nietzsche llamó a Parménides "araña que
chupa la sangre del devenir". Y algo semejante ocurre en el mundo de la
historia: los imperios chupan la sangre de los pueblos. La unidad que imponen
oculta un horror vacío. No nos dejemos engañar por la grandeza de sus
monumentos: la vida ha huido de esas inmensas piedras. Esos monumentos son
tumbas.
Resulta escandaloso recordar estas verdades. Vivimos
en la época de la "planificación" y del
paternalismo estatal. En ciertas bocas y en ciertos sitios estas frases
encubren apenas otros designios. En nombre de la abstracción se pretende
reducir al hombre a la pasividad del objeto. Unos utilizan el mito de la
historia, otros el de la libertad; pero nosotros nos rehusamos a ser mercancías
tanto como a convertirnos en instrumentos o herramientas. Sabemos a dónde
conducen esos programas: al campo de concentración. Toda concepción mecanicista
y utilitaria —así se ampare en la llamada "edificación socialista"—
tiende a degradar al hombre. Frente a esos poderes nosotros afirmamos la
espontaneidad creadora
y revolucionaria de los pueblos y el valor de cada cultura nacional. Y volvemos
los ojos hacia el 19 de julio de 1936. Allí
empezó algo que no morirá.
París, a 18 de julio de
1951.
["Aniversario
español" se publicó en El ogro filantrópico, Barcelona
(Seix Barral) y México, D.E Ooaquín Mortiz), 1979. (Obras completas, vol.
9, pp. 433-437.)]